Fue una india Huarpe, que un día vino desde
la montaña, habló con mi madre para ver si había trabajo. Terminó siendo un
miembro más y muy querido de la familia. Ella llegó con “La Eulalia ” puesto. Cuando le
preguntaban, su respuesta era siempre la misma: “Me llaman la Eulalia ”. Era una mujer
corpulenta, pero muy femenina. Fuerte, pero al mismo tiempo elástica… para qué
voy a seguir describiendo sus cualidades… para mí era perfecta.
Eso sí, era emocionalmente inconmovible, pero
conmigo se derretía. Éramos compinches, me protegía y me permitía hacer
“indiadas”, (cosas que hacían los chicos de los indios guaraníes). A mi madre
no le gustaban, pero al final cedía. La Eulalia la convencía de que su padre, sabio, le
había dicho que eso era bueno para los niños.
Lo que voy a narrar, es un episodio de mi
vida a los seis años. Ocurrió en el campo de Tucumán. En el ingenio “Los
Ralos”. El recuerdo es lejano pero vivo.
Cerca de nuestra casa pasaba una acequia de
aproximadamente 60 cm de
profundidad y 6 metros
de ancho. El agua era turbia y traía todo lo que uno se podía imaginar. Mi
madre no quería que entrara en la acequia. En cambio, la Eulalia decía:
_ Niño, no trague
el agua, no se moje los ojos ni las orejas. Así el agua no le hace daño y hasta
podría hacerle bien_ Precisamente, el día al que me estoy refiriendo, yo quería
entrar a la acequia. Ella me dijo:
- _ Sí,
niño, pero no se puede nadar_
Era un día de enero a las 10
de la mañana. El calor sofocaba, se respiraba un aire que era como vapor de
agua y además el sol quemaba tanto que parecía que iba a derretir las piedras. La Eulalia llevándome de la
mano me dejó en la acequia. El agua parecía que iba a hervir, pero comparada
con el ambiente, me reconfortaba. La lenta corriente que me masajeaba por ambos
costados me hacía bien. La
Eulalia , mientras yo caminaba lentamente en el agua, me
observaba desde la sombra de un árbol. Pasaron
ramas, una de ellas llevaba una víbora enroscada, después apareció un sapo
sobre un terrón de musgo. Para mí, nada de eso era raro. Vino también una
simpática rana en un montículo que pasaba delante mío, estiré la mano para
tomarla. Ella más rápida que yo, con un salto que envidiaría más de un campeón
olímpico, se tiró al agua. Y se fue dejándome con la mano tendida.
De pronto a la distancia algo grande, poco
común, venía flotando. Me llamó la atención.
Cuando ya estaba cerca, sentí que me atrapaba: era un caballo muerto.
Nunca había visto un caballo muerto. Este caballo flotaba en el agua, con sus
patas rígidas, quieto, sereno. Me conmovió. Lo vi avanzar lentamente hacia mí.
Con sus ojos vidriosos resplandeciendo como gemas, como si una luz especial le
brotara desde adentro. Sus crines, flotando, se enrulaban y desenrulaban, movidas
por el agua, enroscando a veces las orejas y otras semejando figuras que
bailaban.
No pude resistir la necesidad de acariciar su
cuerpo. Puse mis dos manos sobre su panza hinchada. La sensación de esa piel
que estaba ahí, entre la vida y la muerte, sacudió mi cuerpo. Sentí la
necesidad interior de acariciar sus crines. Pero era gelatina entre mis manos.
Entonces preferí mirar sin tocar. Su cola flotaba ondulando lentamente en el
agua.
Un giro que hizo el caballo mientras
avanzaba, cambió la posición de la cabeza y le abrió la boca… vi horrorizado
que casi no tenía dientes. Me acordé de lo que tantas veces me habían contado:
al caballo viejo hay que matarlo, ya no trabaja, no sirve para nada. Lo mataban
para no gastar en alimentos. A este caballo viejo lo habían matado y tirado a
la acequia para que el agua se lo llevara lejos y no se pudriera cerca de la
casa.
Sentí que me faltaba el aliento, que el
corazón me golpeaba en la cabeza. Lo habían matado porque era viejo. No pude
más y me largué a llorar.
_ Niño, no sufra más. Usted tiene el
corazón muy blandito, va a sufrir mucho..._
Me apretó contra su pecho. Sentí una gran
paz. Ahora veo, a los 92 años, lo que La Eulalia fue en mi vida.
Mientras me llevaba hacia la casa, dijo en
voz baja, va a sufrir mucho, va a sufrir mucho…
Levanté la vista y descubrí que los ojos de la Eulalia lagrimeaban. La
dura, la que nunca había llorado, ese
día lloró.
José
Bullaúde
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