Wednesday, June 12, 2013

José Bullaúde en Relatos Vivenciales: El día que la Eulalia lloró

La Eulalia fue una de las mujeres más importantes de mi vida. Me vio nacer, me crió. Fue mi segunda madre.
   Fue una india Huarpe, que un día vino desde la montaña, habló con mi madre para ver si había trabajo. Terminó siendo un miembro más y muy querido de la familia. Ella llegó con “La Eulalia” puesto. Cuando le preguntaban, su respuesta era siempre la misma: “Me llaman la Eulalia”. Era una mujer corpulenta, pero muy femenina. Fuerte, pero al mismo tiempo elástica… para qué voy a seguir describiendo sus cualidades… para mí era perfecta.
  Eso sí, era emocionalmente inconmovible, pero conmigo se derretía. Éramos compinches, me protegía y me permitía hacer “indiadas”, (cosas que hacían los chicos de los indios guaraníes). A mi madre no le gustaban, pero al final cedía. La Eulalia la convencía de que su padre, sabio, le había dicho que eso era bueno para los niños.
  Lo que voy a narrar, es un episodio de mi vida a los seis años. Ocurrió en el campo de Tucumán. En el ingenio “Los Ralos”. El recuerdo es lejano pero vivo.
  
  Cerca de nuestra casa pasaba una acequia de aproximadamente 60 cm de profundidad y 6 metros de ancho. El agua era turbia y traía todo lo que uno se podía imaginar. Mi madre no quería que entrara en la acequia. En cambio, la Eulalia decía:
_ Niño, no trague el agua, no se moje los ojos ni las orejas. Así el agua no le hace daño y hasta podría hacerle bien_  Precisamente, el día al que me estoy refiriendo, yo quería entrar a la acequia. Ella me dijo:
-       _  Sí, niño, pero no se puede nadar_
Era un día de enero a las 10 de la mañana. El calor sofocaba, se respiraba un aire que era como vapor de agua y además el sol quemaba tanto que parecía que iba a derretir las piedras. La Eulalia llevándome de la mano me dejó en la acequia. El agua parecía que iba a hervir, pero comparada con el ambiente, me reconfortaba. La lenta corriente que me masajeaba por ambos costados me hacía bien. La Eulalia, mientras yo caminaba lentamente en el agua, me observaba desde la sombra de un árbol.  Pasaron ramas, una de ellas llevaba una víbora enroscada, después apareció un sapo sobre un terrón de musgo. Para mí, nada de eso era raro. Vino también una simpática rana en un montículo que pasaba delante mío, estiré la mano para tomarla. Ella más rápida que yo, con un salto que envidiaría más de un campeón olímpico, se tiró al agua. Y se fue dejándome con la mano tendida.
 La Eulalia desde la orilla me hizo un gesto de resignación. Esta mujer conectó mi infancia con las maravillosas leyendas de la América precolombina. También me fascinó con los cuentos ancestrales de su tribu y las leyendas tucumanas.
De pronto a la distancia algo grande, poco común, venía flotando. Me llamó la atención.
Cuando ya estaba cerca,  sentí que me atrapaba: era un caballo muerto. Nunca había visto un caballo muerto. Este caballo flotaba en el agua, con sus patas rígidas, quieto, sereno. Me conmovió. Lo vi avanzar lentamente hacia mí. Con sus ojos vidriosos resplandeciendo como gemas, como si una luz especial le brotara desde adentro. Sus crines, flotando, se enrulaban y desenrulaban, movidas por el agua, enroscando a veces las orejas y otras semejando figuras que bailaban.
No pude resistir la necesidad de acariciar su cuerpo. Puse mis dos manos sobre su panza hinchada. La sensación de esa piel que estaba ahí, entre la vida y la muerte, sacudió mi cuerpo. Sentí la necesidad interior de acariciar sus crines. Pero era gelatina entre mis manos. Entonces preferí mirar sin tocar. Su cola flotaba ondulando lentamente en el agua.
Un giro que hizo el caballo mientras avanzaba, cambió la posición de la cabeza y le abrió la boca… vi horrorizado que casi no tenía dientes. Me acordé de lo que tantas veces me habían contado: al caballo viejo hay que matarlo, ya no trabaja, no sirve para nada. Lo mataban para no gastar en alimentos. A este caballo viejo lo habían matado y tirado a la acequia para que el agua se lo llevara lejos y no se pudriera cerca de la casa.
Sentí que me faltaba el aliento, que el corazón me golpeaba en la cabeza. Lo habían matado porque era viejo. No pude más y me largué a llorar.
La Eulalia desde la orilla supo todo lo que me estaba pasando. Con su mano me ayudó a salir de la acequia y me dijo, mientras me levantaba en cuna con sus brazos:
_   Niño, no sufra más. Usted tiene el corazón muy blandito, va a sufrir mucho..._
Me apretó contra su pecho. Sentí una gran paz. Ahora veo, a los 92 años, lo que La Eulalia fue en mi vida.
Mientras me llevaba hacia la casa, dijo en voz baja, va a sufrir mucho, va a sufrir mucho…
Levanté la vista y descubrí que los ojos de la Eulalia lagrimeaban. La dura,  la que nunca había llorado, ese día lloró.

José Bullaúde


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