Wednesday, March 19, 2014

Friday, March 07, 2014

Comunidad Coya: Gente sencilla y solidaria, por José Bullaude

Serie: Relatos Vivenciales de José Bullaude



18 de Enero de 1965

Se trataba de una comunidad pequeña de gente solidaria. Buscaban  el interés común sin ambiciones personales y vivieron a 4500 metros de altura, en San Antonio  de los Cobres, al noroeste de Argentina en plena Puna, zona montañosa y desértica..
 Leí un interesante manuscrito del antropólogo sueco Erik Boman quien escribió sobre su estadía de dos meses en este ignoto lugar en la cordillera de los Andes. Manuscrito que se encontraba inconcluso. Me dejó la impresión que para Boman  su paso por ese lugar había significado una experiencia mística. Cierto día, cayó en mis manos como por milagro, el texto completo. La lectura de este documento me motivó para viajar a  conocer el pueblo San Antonio de los Cobres.
Ya en la estación de Salta y antes de subir al tren que me llevaría hasta el pueblo emplazado a casi 4.000 metros sobre el nivel del mar, me recibió cordialmente un coya de edad indefinida. No recuerdo su nombre, lo llamé “El coya sabio”. Yo estaba con dos cámaras fotográficas, él tomó una y me dejó la otra. Después me dijo:
Usted estará bajo nuestra protección hasta que se vaya. Nuestra cultura es distinta a la maya.

La locomotora que cruzaba la cordillera era especial, tenía un sistema de cremalleras que permitía trepar en los lugares donde el suelo era tan empinado que el tren no podía subir. Además los vagones eran pequeños. La locomotora estaba preparada para avanzar entre la nieve y a su vez el enganche de los vagones permitía una gran ductilidad en las curvas. Las vías constituían una maravilla de ingeniería ferroviaria, con puentes imposibles de imaginar por cualquier ingeniero de imaginación delirante. Increíblemente los vagones giraban aunque no debían.
En ese momento, el maquinista saludaba a la gente del último vagón, con la alegría de los pasajeros.
 Había túneles donde nadie hubiera pensado perforar la montaña, trayectos difíciles solucionados con imaginación creadora, imaginación que por esta época no se había dado en el campo  de ingeniería de puentes  en ningún lugar del mundo. Debo aclarar que toda esta maravilla permitía viajar entre montañas multicolores y ríos que serían la envidia de la paleta de cualquier pintor célebre.
Debo agregar también, que ese tren fue creado por ingenieros delirantes que lo idearon, por otros ingenieros audaces que lo concretaron y por coyas, que lo implantaron. Todo ese esfuerzo creativo científico y técnico al servicio del transporte de productos, no de pasajeros.
Subí en el único vagón disponible, una hora después.


El viaje

El único vagón de pasajeros estaba repleto, entre pasajeros, colchones, bolsas llenas de comida, alguna gallina, un corderito y una cruz de hierro.
No había lugar, pero hicieron un poco de espacio para mí, como una atención por ser extranjero. Todos eran muy amables conmigo. Comían y me convidaban, pero como yo no había llevado nada para comer, no podía retribuirles  y entonces rechazaba, agradeciendo la oferta. No se ofendían y entendían cuando les mostraba mis manos vacías.
 Un coya joven comenzó a tomar fotos, imitándome. Increíblemente, después descubrí que las fotos que había tomado eran excelentes, muy creativas.
 Estábamos todos encimados pero no nos molestaba. Siempre había la posibilidad de correr una pierna o sacar un brazo para mayor comodidad del vecino. El clima en el vagón era irrespirable por el olor de la comida fuertemente condimentada, con ingredientes desconocidos por mi cuerpo. También, debo decir que el olor de las personas me resultaba distinto. Aunque no desagradable porque era vital. Quiero subrayar la palabra vital, porque toda la gente era de una vitalidad para mi apabullante. Años después, en Jujuy, hablando con un médico Coya me aclaró:
- Nosotros tenemos mal olor para ustedes. Pero debe saber que ustedes para los coyas, tienen olor a cadáver.
A pesar del amontonamiento, pude ver deslizarse  un paisaje encantador a través de las ventanillas del tren que cruzaba raudo la montaña arrancándome grandes exclamaciones de admiración y asombro.
   

La dueña de la Posada

Aproximadamente a las cuatro de la tarde llegamos a San Antonio de los Cobres.
El lugar con poca gente, se veía ya oscuro. Bajé y un camino, casi por inercia, me llevó a la única pensión que había. Una casa de muchas habitaciones, cocina grande con sillas para acoger a la gente.
La dueña, muy amable, sabía de antemano los síntomas que sobrevendrían al caer la noche pero con prudencia me los iba diciendo a medida que aparecían.
A las dos horas  cuando comencé a respirar con dificultad y  me faltaba el aire, ella tenía preparado el té de coca y el “acullico” que era una porción grande de hojas de coca con bicarbonato. Debía mantenerla en la boca hasta formar una bola  para prevenir mi “apunamiento”, es decir, mi falta de oxígeno en la sangre, con a consecuente descompostura del  estómago, los mareos y otros malestares físicos.
_ Si usted quiere cenar no hay problema _dijo_  pero debe comer una comida especial, creo que usted no la conoce. Si quiere mi consejo tome hoy solamente te de coca._
Me invitó  a la cocina donde conocí a un insólito personaje. No recuerdo su nombre, pero era un experto meteorólogo de nivel internacional, que estaba allí para informar a una compañía aérea internacional “Panagra”, datos esenciales para el cruce de los Andes. Me entere que tenía un contrato fabulosamente alto, por tres años y que la suma que él cobraba por su trabajo anual equivalía a muchos años de salarios en este país.
¿Adónde manda usted los datos? y ¿Qué seguridad tiene de que esos telegramas  llegan a Buenos Aires? y él contestó “seguridad total, el telégrafo argentino tiene una línea desde aquí a Buenos Aires y su funcionamiento está asegurado por personal especializado muy bien pagado, distribuido a lo largo de la línea. La argentina es miembro de la “Unión Telegráfica Internacional”, a la que pocos países tienen el privilegio de pertenecer.

Llegó la hora de dormir;  sentía frío y me alcanzaron varias frazadas. No se podía encender ninguna llama para calentar la pieza porque consumiría más oxígeno. A pesar de que casi no podía moverme por el peso de las colchas, estaba aterido por el frío. A las dos de la mañana me ahogaba. La dueña de la pensión, que parecía saberlo todo, me estaba esperando en la cocina.
_Señor, _me dijo_ es mejor que esta noche no duerma, a todos les pasa lo mismo. Tómelo con calma porque mañana se va a sentir mejor_

El Cine y la Escuela

Al día siguiente salí a caminar con pasos muy lentos. Lo único que podía hacer, porque apurar el paso, jamás. Caminé por la única cuadra donde estaban los lugares más importantes: el almacén, el correo, la oficina de ferrocarril y el cine.
Su propietario, un coya de edad indefinida,  a quien voy a llamar el coya que volvió del tiempo. Escribía poemas exquisitos. Sus conocimientos abarcaban todo lo imaginado. Fue el hombre más fascinante que conocí en mi vida,  miembro de la Sociedad Internacional Rosacruz, con sede en California, y con la cual mantenía contacto.
Yo esperaba que el cine tuviera un nombre indígena pero para mi sorpresa era… ¡New Broadway!


Había una escuela pequeña. El Ministerio Nacional de Educación les enviaba todos los años un texto para cada alumno … El programa de estudios era igual al de Buenos Aires, les proveían de  guardapolvos blancos, ropa y zapatos que a ellos no les servían.
Me resulto conmovedor comprobar que hasta allí había llegado la obsesión alfabetizadora y el fervor misionero de las maestras en su afán de enseñar a leer, escribir y ver que los niños no aceptaban solamente las cuatro operaciones matemáticas básicas sino que ¡Pedían álgebra!
En San Antonio de los Cobres encontré a las cuatro maestras, enseñando en un galpón cedido por el ferrocarril. En cuatro hileras de bancos, una estufa en el centro. Niños de ambos sexos.
Cada hilera era un grado. Funcionaba con niños que asistían solamente en verano por la nieve de los inviernos.  Llegaban a pie, en mula, como pudieran. Los que vivían muy lejos eran alojados en las casas de las maestras.
Una sola vez, en la historia de estas educadoras, había venido un inspector  docente  quien  sufrió tanto el efecto  de la altura que se marchó rápidamente y nunca más enviaron a otro.

Ese día no pude hacer otra cosa. Según me informó el meteorólogo estábamos a cinco mil metros de altura, y las condiciones de supervivencia eran demasiado exigentes.


Coyitas, genios matemáticos

Hablando con las maestras, me dijeron que a los alumnos les era fácil de todo lo que fuera trabajar con números. Les gustaba y eran una luz para el pensamiento racional. En nuestras escuelas comunes cuesta mucho lograr que los alumnos desarrollen el pensamiento abstracto y recién en los últimos grados de la primaria lo tienen desarrollado. Aquí lo sorprendente era que estos alumnos coyas cuando se trataba de operar con números, resolver problemas aritméticos, abstractos o manejar hipótesis sumamente complicadas, se entusiasmaban.
Las maestras además de estar fascinadas por esta capacidad de abstracción de los niños, sospechaban que algo había, quizá de carácter genético, o por la educación de la casa, que permitía esta maravilla. Para los chicos la clase de matemática, al revés de lo que ocurría en otros lados, era  fascinante.


Una comunidad inspiradora

En cuanto a las cuatro maestras, era interesante saber que eran docentes por vocación y elegían este lugar sabiendo del sacrificio que les esperaba. Una de ellas era de Santiago del Estero. Otra de Salta, la tercera de Tucumán y la cuarta de Jujuy. Todas nietas de docentes. Con los padres de los alumnos se establecía una relación de ayuda mutua. Así por ejemplo: un chico que no podía venir a la escuela por la distancia, era alojado en la casa de una maestra durante el periodo escolar. Luego, los padres venían unas semanas antes para llevar al niño y el padre del alumno se ocupaba de hacer en la casa todo lo que fuera necesario: desde construir una nueva habitación hasta inventar un horno con latas viejas de kerosén. Y cualquier otra necesidad, era  resuelta con creatividad y con lo que había a mano. Un trueque de servicios donde todos eran beneficiados.
Además, traían regalos para las maestras que les venían bien para la época de invierno: ropa, comida especial que daba calorías y también las hojas de coca para combatir el apunamiento.  Vi allí una auténtica comunidad educativa, muy inspiradora.



Vigilaban sin ser vistos

Cuando ya me adapté a la altura comencé a recorrer la zona; fui al cementerio, sólo cruces, todas con apellidos” Mamani”. Apellido muy común, era como para nosotros “González”.
Me quedé siete días, llegué a conocer bastante. La gente vivía dispersa entre las rocas, en la montaña. Las agrupaciones eran por viviendas familiares. Vigilaban sin ser vistos. A veces, yo me preparaba a descansar en una roca y en la distancia, como surgido de la montaña, aparecía la figura de un Coya que me había estado siguiendo y me saludaba moviendo la mano. Eran de un  silencio profundo. Los varones y mujeres de cuerpos tan sólidos, parecían piedras que caminaban. Sin embargo, sus músculos eran elásticos.


Erik Boman lo sabía

Erik Boman fue un antropólogo sueco que dedicó toda su vida a investigar en Argentina. Su familia siempre quiso que fuera con ellos a Berlín o Londres, donde su palabra valdría oro y no aquí, donde nadie valoraría su obra. Su área de trabajo fue esta zona. Como reconocimiento a su dedicación y entrega al país, su tumba esta en el  Pucarará de Tilcara, junto a los grandes antropólogos de la Argentina.
Boman, en sus escritos, narra una costumbre de los habitantes de esta zona: cuando él se instalaba en un caserío, este estaba despoblado. Los habitantes esperaban un tiempo, para verlo actuar y luego iban regresando lentamente. Boman estaba admirado de su capacidad de mimetismo con las piedras.

“Estaba esperando su pregunta. Usted no podría entender”

Lo curioso fue el cine New Broadway. Una noche fui a una función. La sala tenia asientos de madera apoyados sobre ladrillos. Y estaba llena.
El proyector era de dieciséis milímetros y la sorpresa de las sorpresas fue que la película que vi esa noche era la historia de un libro del Medioevo hasta la actualidad. El documental provino de un servicio que tenía la embajada de Francia  por el cual suministraba películas educativas. Duraba treinta minutos.
Cuando terminó la función el público aplaudió. Estaban muy contentos. Hablé con el dueño del cine y con todo respeto le pregunte si él me podía explicar por qué pasaba el mismo documental siempre. A lo que me respondió:
“Estaba esperando su pregunta. Como es lógico, usted no puede entender…Pero fíjese, es lo único que yo consigo que me manden a este lugar fuera del mundo, y eso porque tengo amigos en la embajada de Francia que son muy buenos y me cumplen. Además, la gente de acá viene a la sala a ver cine y me subrayó la palabra cine, no importa el argumento”.
“Es la fascinación de la imagen en movimiento y sus colores. Pueden ver diez veces la misma película  y siempre se maravillarán”. El Coya me dijo, poniendo una mano cordial en mi hombro:
Yo estoy usando el cine en su forma más pura. Es la esencia del cine, el hecho de la fascinación de la imagen que surge en la oscuridad, como un milagro”.
Le pregunté: ¿No se aburren, no protestan? Le causó gracia.
A lo que me contestó:
El aburrimiento es un invento occidental, es la necesidad de un argumento que se desarrolla en el tiempo con un pasado y un futuro. Ustedes no pueden prescindir del argumento, ni del tiempo. El coya, en cambio, ve  el color y la forma en un presente eterno.
“Cuando Picasso descubrió esto revolucionó la pintura occidental”. Yo estoy proyectando la esencia del puro cine.
 

La lección de sabiduría

Y dijo, como quien enseña a un analfabeto la lección de la sabiduría: el aburrimiento, la protesta, es para la gente de las grandes ciudades que ha perdido su capacidad de vivir en permanente asombro. Supe después, que no cobraba entrada.
Este señor era, además, un poeta que escribía poemas exquisitos, de una gran sensibilidad. Además, sabía de cine mucho más que yo.
Algunos días después, él y las maestras vinieron a despedirme. Pronto vendría el tren. Quien iba a imaginar que medio siglo después construirían la gigantesca infraestructura por donde circula el célebre Tren de las Nubes y que paradógicamente seguiría siendo una fiesta tomar el tren para ir o volver de San Antonio de los Cobres. Miles de turistas de todo el mundo pasan actualmente por el lugar. Alguno podrá ver lo que yo vi? Alguno habrá leído en la mirada de los coyas ese aire milenario de cultura inextinguible, esa sabiduría de "piedra que camina"?
Dejaba una comunidad dueña de una mística religiosa que el hombre de la ciudad había perdido. Ellos sabían cuál es el lenguaje que a Dios le agrada. Sabían cómo hablar con Él, literalmente en las alturas.





Últimas palabras sobre un extraño suceso

Boman  descubrió y documentó un suceso místico en la cordillera argentina. En el pasaje de Jama,  el punto más alto de los Andes, donde existe un pasadizo que cruza las dos montañas y el hielo refleja el piso y las paredes, Boman vio esqueletos encorvados de Coyas muertos, que eran transportados  directamente por ese espejo, llevados de un cementerio  a otro.  Los Coyas estaban trasladando sus muertos  quien sabe por qué razón, de un lugar a otro. Esto fue observado también por quienes cruzaban  a lomo de mula para Sendero de Jama y por  los muleros que iban y venían de Chile. Sobre las paredes de hielo, como espejos mostrando una realidad misteriosa, se podía observar el tránsito de los indios llevando los cadáveres encogidos de sus muertos. Piedras vivas cargando piedras muertas en una escena que según las palabras del antropólogo sueco,  marcó su vida para siempre.

José Bullaúde
Escritor tucumano que reside en Buenos Aires. Actualmente a sus 95 años continua deleitándonos con su narrativa y sus numerosas historias de vida protagonizadas en sus viajes dentro y fuera del país.