SERGIO LO SABÍA.
NO DIJO UNA PALABRA
No cabían dudas. Estaba en mi habitación. Ocurrió en un
mes de Julio del invierno más frío que hayan vivido los habitantes de la ciudad
de Buenos Aires. Así consta en los archivos del Observatorio Meteorológico
Nacional.
Me desperté en mi
dormitorio, inquieto. En la oscuridad los números fluorescentes del reloj
marcaban cinco y diez de la mañana. En la otra habitación dormía un amigo
tucumano que estaba de paso y era de poderoso roncar. Yo oía, nítidamente, las
variaciones de sus ronquidos. Pero me perturbaba otra cosa, algo que no podía
percibir, aunque seguramente estaba aquí. No sabía qué era. No producía ruidos.
Afuera, de vez en
cuando, la sirena de una ambulancia entraba en
la guardia del Hospital Rivadavia. Pero eso era afuera. Aquí adentro
había algo, yo lo estaba sintiendo. Pudo ser algo como una persona.
Me quede
quieto. Si de verdad había alguien era mejor que no me moviese, así él pensaría
que estaba dormido y el peligro seria menor.
Ahora sí, ya lo
sabía, lo que estaba percibiendo nítidamente era la respiración de un ser
humano… ¡Y en mi habitación! No había dudas.
Era la respiración de un ser humano en mi dormitorio… alguien que apenas
respiraba. Inspiraba lentamente y espiraba largo. Traté de no moverme, de no
respirar. No lo veía, no sabía dónde estaba, pero estaba aquí.
Los ronquidos de
mi amigo me distraían, no podía agudizar mi oído para saber dónde estaba el que
respiraba.
De repente, sin
quererlo, moví el brazo y choqué con algo duro en mi cama, estaba a mi costado… traté de
mantener la calma, pero el miedo era muy
grande. Empezaron mis temblores en la pierna y el brazo derechos. Eran los
temblores producidos por mi Párkinson que se manifestaba cuando tenía miedo. Yo
estaba en la cama, indefenso ante
cualquiera que viniera a atacarme. Estaba inmóvil, pensé. Debía salir de la
duda ¿Qué es esto que estaba a mi acostado? Me atreví, estiré la mano… era la
pierna de alguien. Parecía un pantalón, se cortó su respiración. Me alteré.
Alguien estaba acostado en mi cama… ¡y yo no lo sabía! Me pregunté ¿Cómo entró?
¿Desde cuándo está acostado aquí? ¿Quién es él? Su respiración, ahora era
clara. Yo lo oí a él. Era un ser humano. No sabía quién. Le tomé la pierna con
fuerza y la sacudí, su respiración se detuvo de nuevo. Alguien, desde el otro
extremo, dijo:
No me moleste, duerma tranquilo y por piedad, déjeme
dormir.
Me quedé frío ¿Quién era? ¿Cómo llegó aquí? Levanté
suavemente la cabeza en la oscuridad, percibí a alguien largo y delgado. Él
roncaba, le sacudí la pierna de nuevo.
- Usted no puede estar aquí, tiene que irse…
- Déjeme tranquilo y déjeme dormir, por favor, dijo la
voz.
- No puede estar aquí, tiene que irse.
- ¿Usted sabe el frío que hace en la calle? en la vereda
está nevando y… ¿Usted quiere que vaya allá?
Tiene una cama enorme para dos personas. Duerme usted solo. No sea
egoísta. Déjeme dormir.
- No puede estar aquí, tiene que irse.
- ¿Usted es cristiano?
- Sí, soy cristiano.
- ¿Qué clase de cristiano es usted? ¿No le da vergüenza?
- Yo no quiero discutir con usted. Tiene que irse.
La piedad que sentía por su sufrimiento, era grande. Pero
el miedo, era mayor. Día a día aumentaban los asaltos a viejos que vivían solos
en departamentos de esta zona. Primero los mataban. Después les robaban.
Me impacienté.
Aumentaban los temblores del párkinson.
El mundo está lleno de cristianos como usted, dijo el
anciano. Están por todos lados. Conquistaron el mundo y vea los desastres que
hicieron. ¿Cristo donde está?
Entre la culpa y
el miedo, ganó el miedo. No pude evitarlo. Por eso, sacudí con violencia la
pierna que tenía sujetada en mi mano. Ella desapareció. Quedé en mi cama
sentado, asustado. Mi brazo quedó temblando en alto, sin la pierna.
Encendí la luz,
llamé a mi amigo el roncador, no me escuchó. Me levanté. Esa noche, no pude
dormir ni volver a mi cama. Pensé: esto no sé bien qué es. Pero puede ser
peligroso. Puede repetirse. Nunca se sabe cómo seguirá. Era todo tan raro. Y
para mi tranquilidad, yo debo tener a alguien que sepa lo que pasó. A quien
pudiera recurrir en caso necesario. Pero no puede ser cualquier persona que me
amargaría la vida y me la complicaría.
Tiene que ser alguien de mentalidad serena y fuerte. Alguien que
comprenda lo que me pasó, que esté conmigo en mi preocupación y no la alimente.
En una palabra, un “aquí estoy cuando hace falta y no estoy cuando no lo
necesito”.
No encontraba la
persona que yo necesitaba, no era fácil. Dejé pasar la mañana sin prisa y
súbitamente la encontré.
Era Sergio.
¿Quién era Sergio? Sergio Oscar Pintos nacido y criado en la provincia de
Corrientes. Era un hombre sencillo de provincia y de familia con la sabiduría
antigua que aprendió en el campo, en su infancia y juventud. Sergio fue un
hombre sabio, pero simple. No era psicólogo, ni filosofo, ni literato. Era todo
eso a la vez, pero mucho más. Era la sabiduría en estado puro. La que conocieron
algunos campesinos en la época en que el agricultor, dialogando con la tierra,
descubría las verdades primordiales que la naturaleza esconde. Un ser humano de
fuerte contextura física que imponía respeto con su sola presencia. Pero su
manera de ser cambiaba el miedo por tranquilidad. Hombre pacifista, negociador,
de una inteligencia natural, múltiple y además, creativa. Transmitía
tranquilidad en los momentos difíciles. Es el conserje del edificio en el que
vivo. Esa es la persona que yo necesitaba. Esperé sumamente perturbado y
asustado hasta las nueve de la mañana y lo llamé.
Sergio… le conté lo sucedido. Él me escucho con atención
y serenidad.
Por un momento, me pareció que quería contarme algo. Pero
no lo hizo. Luego, tranquilo, trató de serenarme. Me dijo, como el más experto
de los psicólogos:
Don Pepe. Usted está muy nervioso. Tiene que
tranquilizarse. Ya sabe. Cualquier cosa que pase, cuente inmediatamente
conmigo.
Sentí una gran paz.
Con Sergio,
hacía cinco años que nos conocíamos. En ese tiempo, nació una profunda y
sincera amistad entre nosotros.
Un día, Sergio me
dijo:
_¿Se acuerda de aquella mañana del anciano en su cama?_
_ ¡Sí! ¡cómo no me voy a acordar!_
_¿Sabe que pasaron ya siete meses?_
_¡Qué rápido pasa el tiempo!_
_Bueno, usted
cuando me lo contó, estaba muy perturbado. No estaba en condiciones de saber lo
que le voy a contar. Ahora ya está bien. Esta fuerte.
Usted me llamó a
las nueve de la mañana. Ese día, Don Pepe, a las seis de la mañana yo abrí la
puerta de entrada al edificio. Encontré el cadáver de un hombre muerto por
congelación, tirado en el tercer escalón de entrada, como si hubiera querido
subir las escaleras para entrar al edificio. Era un anciano delgado y alto._
JOSÉ BULLAUDE
Buenos Aires. Enero 8, 2014.
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